Cuando nació dormía más que un koala. Si el día tenía seis horas, el lustroso camaleón del ministro, tenía los ojos cerrados durante cinco horas y veintinueve minutos. He de añadir a esto, que aquí las horas duran treinta minutos de los nuestros, así que los días, si viviéramos en Morpheoburgo, se nos convertirían en el suspiro de un hada. El camaleón del ministro era el dueño y señor de este inquietante lugar, y el ministro no era más que su esclavo, pues la esclavitud era algo que se premiaba con medallas. A más esclavos, más medallas. Así el camaleón tenía una colección que no le cabía en el chalet adosado de tres plantas que le regalaron el día de su coronación. Las medallas las había transportado el ministro, una por una, a una caja de seguridad del museo del metal de Morpheoburgo. Hasta aquí todo resultaba de cierta normalidad, teniendo en cuenta que todos lo habitantes de este emporio dormían una media de cuatro a cinco horas. Al ministro, que era de los pocos insomnes del lugar, le gustaba ir a ver las pertenencias del camaleón, contar las medallas una por una, repasar el número de árboles, de flores y de zapatos de su amo, así como fijarse en posibles candidatas para su minuto de gloria, que lo era, pues cada día que el camaleón se tiraba a alguna ciudadana, la dejaba inmediatamente en estado de gracia y dulzura. Ese día el ministro volvió al chalet adosado con cierta tristeza porque la única mujer que había visto le gustaba, por primera vez en su vida, a él, y porque además, algo realmente extraño había ocurrido con las medallas: después de contarlas tres veces seguidas, se dio cuenta de que faltaba una. Faltaba, curiosamente, la medalla preferida del camaleón. Cuando este despertó a las cinco y veintinueve reclamó el desayuno, los zapatos, y una mujer, la que fuera, inmediatamente, antes de que se quedara dormido. Entonces el ministro, reverente, educado y conocedor de las manías del bicho, le dijo bajando el tono de voz que no había mujer para él, y que algún mal nacido había robado la medalla heredada de su abuelo. El camaleón entró en cólera y la primera orden que dio fue matar a todas las mujeres del reino, y la segunda no llegó a pronunciarla, se quedó dormido al minuto. El ministro fue a buscar a la mujer de la que se había enamorado y le pidió que huyera con él a otro país. Ella, un ser hermoso y dotado con las infraestructuras más elegantes del reino, con la mirada atenta en los ojos de un viejo esclavo que no valía ni para remendar su ropa interior, gritó en medio de la ciudad:
- He aquí al ladrón de la medalla de nuestro señor. Arréstenle ahora mismo, antes de que se escape.
- He aquí al ladrón de la medalla de nuestro señor. Arréstenle ahora mismo, antes de que se escape.
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