La teja gris y roja resplandece bajo un día de color plano. La niebla se espesa cuando el tren avanza hacia el interior, camino de Nikko. Podría haberme decidido por otro lugar, pero Nikko fue una parada del sensei japonés Matsuo Basho (Ueno 1644- Osaka 1694) y trato de recorrer su camino. Hoy, aparte de la niebla, de los niños y jóvenes uniformados y de unos pocos mochileros con mi mismo destino, no hay alpargatas para caminar tantos kilómetros y desesperar; todos utilizamos los medios de transporte para ahorrar tiempo. Ese tiempo preciso de Basho, ese Japón de shogunes, ninjas y samurais. Poco queda de eso. La westernización de Japón es demasiado evidente a los ojos del viajero. Los móviles le quitan verosimilitud a la gran contemplación de la naturaleza, la velocidad a la distancia luminosa, el hierro y las vías al orgullo terrenal. No hay kilómetro que no se venda al comercio.
Por fin me alejo de las ciudades y del país limpio e impoluto reconstruído en gran parte después de la Segunda Guerra Mundial. Los pinos miden más de 20 metros y el campo se abre ante mis ojos. Este sí se acerca más al Japón de mis antepasados, más bien el que busco. Fubasami, la entrada a la montaña. El tren vaciándose. Los uniformes caminando por el arcén con sus móviles a todo correr: videojuegos, mensajes, noticias, chateo, internet. Las casas bajas y la agricultura se abren paso entre hermosos bosques que culminan en montañas verdes y rojas y amarillas. Las máscaras dormitan agachando sus cabezas mientras el tren de JR traquetea acunándonos. Chirrían las ruedas y el tren se deja querer y engullir por los bambús que bordean las vías a lo largo del camino. Ahora entro en lo profundo. En ese caminar abatido y consciente de un poeta. En la niebla clara de un día sin dueño, por fin; del lugar que me regaló unos genes dulcificados. Hay teenagers acnéicos y con pelos negros y gruesos en las piernas. El vagón parece protegernos de una temperatura inapropiada, el calor subiendo por los pies, la sangre espesando y un sueño de espera llevándonos hacia el corazón de la isla.
Yo quería caminar al lado de Basho. Recorrer durante unos años sus huellas y caer moribunda al final del camino con la seguridad de haber contemplado y comprendido la esencia de la naturaleza y con ella al mismo hombre. Pero nuestro ritmo frenético nos lo impide. Otras obligaciones capitalistas y consumistas nos atrapan en su red y no nos dejan salir. Hace poco leía que la mujer japonesa ha cambiado de hábito en el vestir para adecuarse a la vida laboral, mucho más evidente después de la guerra. El kimono, aparte de caro, es inapropiado para el ajetreo y las prisas. Yo también visto con pantalones, tampoco consigo salir. Y sí, quiero. Aunque hago lo que puedo por escapar de vez en cuando. Esa vez caminaré parte del camino, desgastaré mis suelas de goma, para hacerlo a un ritmo propio, tratando de aunar modernidad con esencia de la naturaleza, niebla con decoro y virginidad con sabiduría. El interior y la montaña siempre atrapan al viajero, aunque quiera escapar a la costa para ver el mar pensando que algún barco mercante vendrá a rescatarle y le sacará de la isla. Al fin y al cabo todo son islas, mayores o menores, pero vivimos a la deriva, movidos por la furia de los océanos. A mis pupilas llegan las imágenes de pequeños pueblos y pagodas que todavía se mantienen desde hace siglos, de la época de Edo, anterior y posterior. Hondas y Mitsubishis de cuatro ruedas, casi nuevos, aparcados a las puertas. Un árbol rojo intenso de pocas hojas en medio de un llano rodeado de montañas trata de competir con el gris metalizado y rabioso de la economía nacional. La crisis mundial, ante la precaución financiera por reducción de importaciones y exportaciones, pide menos vehículos. Aunque el imperio más antiguo de la época moderna, que todavía pervive, se siente seguro y con fuerzas. Puedes preguntar a cualquiera en la calle que te dirá que el yen está fuerte. Y es difícil rebatirle.
El tren está llegando a su destino. La sonrisa de una mujer fea de manos venosas se ilumina con su bufanda rosa. La veo hermosa y radiante con la mirada antigua, sacada de los primeros grabados del siglo XVII. Fuera hace frío. Casas, coches, bicis, labios brillantes, mochilas y una estación casi solitaria. Una voz masculina anuncia en japonés la nueva y última parada del viaje: Nikko. La niebla me da la bienvenida y camino, con mis 15 kilos de peso extras, hacia la parte más alta, en busca de las huellas de Basho que se encuentran justo al salir el sol, bajo una manta espesa de líquenes, musgo y palabras nacidas del espíritu y la filosofía oriental: del mismo zen.
Por fin me alejo de las ciudades y del país limpio e impoluto reconstruído en gran parte después de la Segunda Guerra Mundial. Los pinos miden más de 20 metros y el campo se abre ante mis ojos. Este sí se acerca más al Japón de mis antepasados, más bien el que busco. Fubasami, la entrada a la montaña. El tren vaciándose. Los uniformes caminando por el arcén con sus móviles a todo correr: videojuegos, mensajes, noticias, chateo, internet. Las casas bajas y la agricultura se abren paso entre hermosos bosques que culminan en montañas verdes y rojas y amarillas. Las máscaras dormitan agachando sus cabezas mientras el tren de JR traquetea acunándonos. Chirrían las ruedas y el tren se deja querer y engullir por los bambús que bordean las vías a lo largo del camino. Ahora entro en lo profundo. En ese caminar abatido y consciente de un poeta. En la niebla clara de un día sin dueño, por fin; del lugar que me regaló unos genes dulcificados. Hay teenagers acnéicos y con pelos negros y gruesos en las piernas. El vagón parece protegernos de una temperatura inapropiada, el calor subiendo por los pies, la sangre espesando y un sueño de espera llevándonos hacia el corazón de la isla.
Yo quería caminar al lado de Basho. Recorrer durante unos años sus huellas y caer moribunda al final del camino con la seguridad de haber contemplado y comprendido la esencia de la naturaleza y con ella al mismo hombre. Pero nuestro ritmo frenético nos lo impide. Otras obligaciones capitalistas y consumistas nos atrapan en su red y no nos dejan salir. Hace poco leía que la mujer japonesa ha cambiado de hábito en el vestir para adecuarse a la vida laboral, mucho más evidente después de la guerra. El kimono, aparte de caro, es inapropiado para el ajetreo y las prisas. Yo también visto con pantalones, tampoco consigo salir. Y sí, quiero. Aunque hago lo que puedo por escapar de vez en cuando. Esa vez caminaré parte del camino, desgastaré mis suelas de goma, para hacerlo a un ritmo propio, tratando de aunar modernidad con esencia de la naturaleza, niebla con decoro y virginidad con sabiduría. El interior y la montaña siempre atrapan al viajero, aunque quiera escapar a la costa para ver el mar pensando que algún barco mercante vendrá a rescatarle y le sacará de la isla. Al fin y al cabo todo son islas, mayores o menores, pero vivimos a la deriva, movidos por la furia de los océanos. A mis pupilas llegan las imágenes de pequeños pueblos y pagodas que todavía se mantienen desde hace siglos, de la época de Edo, anterior y posterior. Hondas y Mitsubishis de cuatro ruedas, casi nuevos, aparcados a las puertas. Un árbol rojo intenso de pocas hojas en medio de un llano rodeado de montañas trata de competir con el gris metalizado y rabioso de la economía nacional. La crisis mundial, ante la precaución financiera por reducción de importaciones y exportaciones, pide menos vehículos. Aunque el imperio más antiguo de la época moderna, que todavía pervive, se siente seguro y con fuerzas. Puedes preguntar a cualquiera en la calle que te dirá que el yen está fuerte. Y es difícil rebatirle.
El tren está llegando a su destino. La sonrisa de una mujer fea de manos venosas se ilumina con su bufanda rosa. La veo hermosa y radiante con la mirada antigua, sacada de los primeros grabados del siglo XVII. Fuera hace frío. Casas, coches, bicis, labios brillantes, mochilas y una estación casi solitaria. Una voz masculina anuncia en japonés la nueva y última parada del viaje: Nikko. La niebla me da la bienvenida y camino, con mis 15 kilos de peso extras, hacia la parte más alta, en busca de las huellas de Basho que se encuentran justo al salir el sol, bajo una manta espesa de líquenes, musgo y palabras nacidas del espíritu y la filosofía oriental: del mismo zen.