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lunes, 1 de marzo de 2010

PODREDUMBRE




Me pregunto si el cuerpo tiende a la resistencia. Si el esqueleto es lo suficientemente fuerte como para mantenerse en pie. Si los músculos que generan las sonrisas serán siempre igual de elásticos. Si las contracturas, los contrahechos y los dolientes tienen cabida en el mercado. Si sirven para algún menester a este gran imperio del dinero y la estética. O si más bien sirven para esconderlos donde nadie los vea, puesto que no son útiles ni atractivos, y todo aquello que no es útil ni agradable de ver tiende a ser escondido en un cajón, hasta que en el momento de limpieza uno decide, por fin, tirarlo. Si como auguran ya a finales del siglo XIX, nos hubiéramos convertido en robots, probablemente no pasaría absolutamente nada, pues como máquinas se nos supondría sin sentimientos. Pero el hombre, que trata de hacer todo a su imagen, semejanza, disposición y medida, les ha puesto sentimientos a los robots, a los personajes de las películas de animación, a su propio ordenador... Así que hoy en día es más fácil que uno llore y sufra por la muerte de su mascota, un perro robot que solo sabe ladrar con pilas, que por ver unas imágenes de fotos sobre lisiados de guerra. Total, para qué sirven sin no están completos. Eso es lo que se diría un niño que no comprende. Y eso es lo que se dicen ahora los adultos, constamente, que no quieren ni plantearse el entendimiento. Claro, siempre hay excepciones.
Pero me pregunto todo esto porque hace años era un cuerpo atlético, lleno de energía y capacidad, y ahora me siento más bien una lisiada de guerra, una mutilada del sistema, destrozada por el propio trabajo en que siempre creí... Hablaba hace poco con una amiga y le decía ¿te acuerdas, cuando éramos más pequeñas y alguien decía que no podía trabajar? Creía que eran personas vagas, que no querían trabajar y su actitud me parecía cómoda. Y sin embargo, cuando tú creces con el cuerpo, o el cuerpo crece contigo, aún siendo un todo conjunto, tú y el cuerpo, empiezas a sentir esa decadencia de los órganos, esa decadencia que te ayuda a entender la decadencia de todo lo que te rodea: la decadencia de la amistad, la decadencia de la familia, la decadencia de la educación, la propia decadencia de las ideas. Si no fuera por internet como nuevo invento globalizador del sistema ¿qué nos quedaría para expandir negocios, para seguir vendiendo, para seguir exhibiéndonos? Pues no lo se, pero por lo menos, uno aquí puede esconder sus miserias, uno puede fingir que tiene un cuerpo atlético y no uno decadente y recosido; uno puedo hablar de cosas en las que cree y que otros le lean, sin cesuras, y uno puede buscarse la habichuelas para mantenerse a flote sin que le vean que tiene media cara quemada.
Me pregunto hasta donde llegará este cuerpo cibernético, y si dentro de poco, aquellos a los que se les pudren los músculos, los huesos y los órganos, podrán compartir sus pensamientos, o lo poco que les quede, tan solo con la fuerza de su cerebro y sus ideas. Porque en definitiva, si las pantallas ya son táctiles y no necesitamos teclado, pronto serán pantallas telepatiles. Con todos los miedos que la decadencia nos regala, por lo menos, uno se agarra a la esperanza. Uno siempre espera: la nueva vacuna, el nuevo remedio contra el cáncer, un nuevo genio que transplante médula, y una nueva forma de seguir vivo, aunque el cuerpo se pudra, el hombre no puede permitirse el lujo de desaparecer con la decadencia ¿no ha sobrevivido a demasiadas luchas ya? Aún en nuestra podredumbre, creemos. Y hasta eso, lo mantenemos con orgullo.

miércoles, 16 de julio de 2008

PLANETA ECOLÓGICO


Vuelves de otro planeta. Tus padres te contaron cómo era. Existía antes de que te desvirgaran y te inyectaran sociedad capitalista-consumista hasta los tuétanos. Lo tenías olvidado. Olvidas tan fácilmente como aprendes. Todo te sucede a una velocidad aplastante y ese peso se refleja en tu mirada. Vives cada día como el anterior y el siguiente: internet, petróleo, comida envasada, bares de diseño, periódicos vacíos, imágenes adulteradas... Y por fin un día tomas la decisión de meterte en la máquina del espacio y del tiempo y volver al planeta del que te hablaron tus padres: uno que solo vive en los recuerdos y no sabes si es real o te lo has inventado. En ese lugar todo tiene sabor y textura: los tomates, las cebollas, las lechugas, los huevos, la carne, la leche, la brisa, los colores, el agua y la luz. Un sabor auténtico sin conservantes ni colorantes, sin pesticidas ni cámaras frigoríficas, sin abonos artificiales ni empresas empaquetadoras que convierten uno en miles. El mismo lugar donde el coste del sabor es tres veces más barato; no han aplicado la plusvalía de los miles de intermediarios que manipulan los alimentos en la cadena de producción del planeta enfermo. Llegaste al planeta ecológico y entendiste todo lo que tus padres querían contarte. Te dijeron que esto sucedió hace poco tiempo, pero el consumismo atroz ha obligado a esconder esa verdad del hombre que cultiva su propio sustento. Todos, incluso ellos, lo han olvidado. Tu cuerpo se acostumbra fácilmente a lo poco que puede acceder (ya es algo). Tus papilas gustativas se degeneran y ya no interpretan. Pero cuando degustan una verdad, entonces todo lo que has vivido te parece una quimera. Ese planeta que existe en pequeños lugares de difícil acceso está vetado a la mayoría. Muy pronto una minoría ecológica heredará el bienestar y la salud de un cuerpo sin fisuras, sin alergias y sin tóxicos que lo contaminen. Será una minoría perseguida (lo es; no resulta rentable al sistema). Cuando crezcan tus hijos les llevarás a ese planeta. Les enseñarás a saborear la vida que nace de las entrañas de la tierra y que elaboran manos cándidas en las horas de tranquilidad, siguiendo el curso de la naturaleza. Cuando eso suceda tú ya estarás padeciendo todas las enfermedades que te causará la alimentación de tu mundo de la química. De tus padecimientos vivirán todos los manipuladores que destruyen tu pábulo. Y un día, cansada de todo, volverás al planeta ecológico sin pelo y sin dientes, pero llegarás para enseñar a tus hijos lo que te enseñaron tus padres, aunque tus órganos vitales estén envenenados y tus huesos se desplomen por el camino. Lo harás para que ese planeta original no caiga en el olvido, para que no digan las malas lenguas que nunca existió y para compartir la verdad con los que quieres.