Leo un síntoma de tristeza en su mirada, esa que acallan los creen entender lo secretos de la existencia. Tiene los ojos verdes, de un esmeralda intenso, y permanece con la vista fija en un punto fuera de la habitación, probablemente en las mismas antípodas de su ser. Es frágil. Lo sabe. Todos se vuelven frágiles con la muerte. Luego sonríe, sin perder ni un atisbo de congoja ni cinismo -curiosa mezcla tratándose de una extranjera que no encuentra el lugar. No pertenece, ni siquiera aunque pague impuestos. Emocionalmente no está aquí. Vaga, por llamarlo de alguna manera, entre asfalto y ladrillo, cristal y latón, plástico y poliuretano, siempre contemplando una imagen fuera de la realidad, lejana e inasible, pero precisamente por eso reiterativa y atroz.
Ella, en secreto, está enamorada de Vincent el samoano. Él, que ni siquiera la conoce, lee una biografía de Malietoa Tanu. Los bombardeos de Apia en 1899 finalizaron con los acuerdos de la división de las islas entre Estados Unidos, Gran Bretaña y Alemania. Vincent se busca en el libro. Su abuelo fue un dirigente del movimiento Mau, que reclamaba la independencia de Samoa. No encuentra su nombre. Su mano fibrosa pasa página del viejo ejemplar. Con el movimiento corta la luz de una bombilla amarillenta. La lámpara de aluminio vibra. El viento bate fuera y mueve la puerta de madera de la choza.
Un cuento en manos de una niña, las que recorren los caminos de la Cenicienta. La carroza. Finalmente su pie desnudo color carne. La niña tiene los ojos de Vincent y en ellos su amiga diminuta salta a la comba y grita.
- Al pasar a barca, me dijo el barquero…
La niña mira al horizonte y deja caer el libro. Se levanta y canta con su amiga.
- Las niñas bonitas no pagan dinero. Yo no soy bonita ni lo quiero ser…
Las dos niñas se ríen.
La mujer sale a calle empedrada. Sus tacones de aguja pisan fuerte hasta que ella posa la mirada en una rata. Es igual que Firmin. La tristeza se sume por las alcantarillas. Dentro del cuerpo huesudo, tapado con un abrigo de paño rojo, encuentra su lugar y se sienta cómodamente a leer. Ella también lee en los ojos de la rata que hasta lo más pequeño tiene sentido. Cogerá ese vuelo y hará ese viaje que le lleve a las Islas del Pacífico. En el avión comerá un menú envasado y leerá dos revistas plagadas de publicidad. La rata se esconde bajo unos escombros. Ella continúa. Hay muchas obras y nunca terminan. La ciudad está inundada de boquetes. La gente camina sometida a sus fortunios y sus economías. Ella contonea sus huesos focalizando la mirada en un anuncio de una agencia de viajes. Samoa, vuelo más hotel desde 1.500 euros. La tristeza se cansa de leer y decide echarse a dormir. Es cuando ella puede pensar con más claridad, cuando aprovecha para volver al mundo en el que vive y aparentar normalidad en la representación social. Definitivamente, piensa, no se le ha perdido nada en Samoa.
La niña ya no está triste. Entre publicidad o juego prefiere lo segundo. Le gusta el sonido de la comba al rozar el suelo, al subir, al descender. Zas, zas, zas.
- tome usted los cuartos y a pasarlo bien.
Su amiga se sienta. Ojea el cuento de la Cenicienta. La niña desaparece dentro de su juego. La comba en movimiento. El lugar, vacío.
Vincent pasea por la playa con las palmeras acariciándole los músculos tatuados. Se estremece al contacto con la brisa como un querubín que se acaricia con sus alas. Se sube a una roca y mira al mar con los brazos abiertos. Grita, reta al viento. Sus sentidos encuentran su lugar. Sabe que no quiere salir de Fiji. Sabe que seguirá los pasos de su abuelo. Sabe que no quiere conocer a la niña que lleva sus ojos.
Ella, en secreto, está enamorada de Vincent el samoano. Él, que ni siquiera la conoce, lee una biografía de Malietoa Tanu. Los bombardeos de Apia en 1899 finalizaron con los acuerdos de la división de las islas entre Estados Unidos, Gran Bretaña y Alemania. Vincent se busca en el libro. Su abuelo fue un dirigente del movimiento Mau, que reclamaba la independencia de Samoa. No encuentra su nombre. Su mano fibrosa pasa página del viejo ejemplar. Con el movimiento corta la luz de una bombilla amarillenta. La lámpara de aluminio vibra. El viento bate fuera y mueve la puerta de madera de la choza.
Un cuento en manos de una niña, las que recorren los caminos de la Cenicienta. La carroza. Finalmente su pie desnudo color carne. La niña tiene los ojos de Vincent y en ellos su amiga diminuta salta a la comba y grita.
- Al pasar a barca, me dijo el barquero…
La niña mira al horizonte y deja caer el libro. Se levanta y canta con su amiga.
- Las niñas bonitas no pagan dinero. Yo no soy bonita ni lo quiero ser…
Las dos niñas se ríen.
La mujer sale a calle empedrada. Sus tacones de aguja pisan fuerte hasta que ella posa la mirada en una rata. Es igual que Firmin. La tristeza se sume por las alcantarillas. Dentro del cuerpo huesudo, tapado con un abrigo de paño rojo, encuentra su lugar y se sienta cómodamente a leer. Ella también lee en los ojos de la rata que hasta lo más pequeño tiene sentido. Cogerá ese vuelo y hará ese viaje que le lleve a las Islas del Pacífico. En el avión comerá un menú envasado y leerá dos revistas plagadas de publicidad. La rata se esconde bajo unos escombros. Ella continúa. Hay muchas obras y nunca terminan. La ciudad está inundada de boquetes. La gente camina sometida a sus fortunios y sus economías. Ella contonea sus huesos focalizando la mirada en un anuncio de una agencia de viajes. Samoa, vuelo más hotel desde 1.500 euros. La tristeza se cansa de leer y decide echarse a dormir. Es cuando ella puede pensar con más claridad, cuando aprovecha para volver al mundo en el que vive y aparentar normalidad en la representación social. Definitivamente, piensa, no se le ha perdido nada en Samoa.
La niña ya no está triste. Entre publicidad o juego prefiere lo segundo. Le gusta el sonido de la comba al rozar el suelo, al subir, al descender. Zas, zas, zas.
- tome usted los cuartos y a pasarlo bien.
Su amiga se sienta. Ojea el cuento de la Cenicienta. La niña desaparece dentro de su juego. La comba en movimiento. El lugar, vacío.
Vincent pasea por la playa con las palmeras acariciándole los músculos tatuados. Se estremece al contacto con la brisa como un querubín que se acaricia con sus alas. Se sube a una roca y mira al mar con los brazos abiertos. Grita, reta al viento. Sus sentidos encuentran su lugar. Sabe que no quiere salir de Fiji. Sabe que seguirá los pasos de su abuelo. Sabe que no quiere conocer a la niña que lleva sus ojos.
2 comentarios:
Qué maravilla, Twiggy. Y uno se pregunta, claro, qué hacer en la situación. Si ponerse, aunque sea, en medio del avión y no conocer quién despegará primero.
Me resulta cercano ese "no conocer quien despegará primero". Todos se han convertido en unos cínicos. Te doy un galleta rica y beso, hermoso.
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