A las 5 de la tarde caían chuzos sobre el pavimento de la ciudad. Los que no se habían recogido bajo los alerones de los edificios de tres plantas nadaban avenida abajo para desembocar en el río prohibido. Ahí, en estado de descomposición, se exponían los cuerpos asesinados de cientos de campesinos que tenían sus tierras cerca de las plantaciones de los narcos. Parecía un desfile de la moda de los muertos. Los que caían al río como en estado de gracia gritaban de pavor augurando un final inesperado. Dichosa lluvia torrencial, metereología divina que capa voluntades y sueños. Claro que, no se podía esperar otra cosa en el trópico.
Mi abuelo, pequeño agricultor, había ido de compras a la ciudad cuando tocaba la hora del baño no deseado, limpieza de inmundicias y aseo necesario para poder respirar por sus calles. Nunca hacía caso de los avisos televisados ni radiofónicos: "Por favor, no salgan de sus casas a partir de las 5 de la tarde". Siempre sospechaba que había que hacer lo contrario de lo que proponían los noticias. Él fue uno de los llegó al río prohibido sin pagar billete de ida, con los pantalones roídos por el roce con el suelo, y los condos sangrientos. Sin embargo no sentía dolor. Algunos ciudadanos se quedaban agarrados de las farolas, los bancos, y alguna qué otra rueda de coche, tratando de no caer y perderse en el río del olvido. Incluso otros trataban de ayudar a los que acelerados con el descenso pedían ayuda. Mi abuelo nunca fue de esos. Él descendía en posición de sentado, frenando la fuerza del agua con la suela de las botas de goma, el culo y los codos. No gritaba, tan solo observaba las consecuencias de una lluvia inesperada. Ya no se oían tiros desde las montañas, solo gotas y regueros, gritos y sollozos. Cuando desembocó en el río un cadáver frenó su llegada e hizo de barco para él, ya que mi abuelo nunca aprendió a nadar. Le habían contado, había oído, incluso había visto en fotos..., pero la realidad siempre era más sórdida. Sujeto al cadáver navegaba río abajo junto con otros barqueros de su misma clase social, que se miraban en silencio, hermanándose ante la injusticia de su condición. Y sin embargo todos sabían que poco podían hacer en ese momento, rodeados de cadáveres, desbordados por la corriente opresiva del río, llevados a una velocidad de vértigo, en unas barcas sin frenos, gasolina ni timones. Barcos muertos, agujereados, por los que entraba el agua y eran proclives al hundimiento. Entonces mi abuelo, llevando la contraria hasta la misma corriente, se valió de los huesos de sus brazos, para subirse encima del barco muerto que le llevaba a un lugar desconocido. Cuando lo consiguió trató de agarrar a otro campesino que miraba aterido hacia la muerte, y le empujó con fuerza para que se subiera sobre su muerto. Y así hizo con varios, hasta conseguir un desfile de moda de canoas, con remeros fuertes y apuestos encima. Entonces mi abuelo agarró la mano con fuerza de los dos que tenía a su lado y les pidió que hicieran lo mismo, creando una cadena de remeros, unidos en horizontal, montados sobre sus cadáveres, hasta que los dos de los que estaban en las orillas del río consiguieron asirse a unos troncos de árboles en plena floración. Así, entre todos, crearon una presa, un parapeto, donde desembocaban muertos y vivos y los vivos subían encima de los muertos, caminaban sobre ellos, hasta llegar a las orillas y agarrarse a los árboles que llevaban años mirando el espectáculo en silencio. La lluvia cesaba con gracia. Los muertos hacían su servicio. Los vivos se escapaban de la muerte unidos ante la tragedia, y de ahí, subían calle arriba, de nuevo a la ciudad. Con pancartas hechas con jirones de la ropa de los asesinados por los narcos, protestaban frente al los gobernadores, pidiéndoles solo dos cosas: - construir una ciudad horizontal.
- fundir las balas y las armas para tapiar el río de la muerte y convertirlo en un camino peatonal, para uso y disfrute de todos los ciudadanos. Mi abuelo murió hace cuatro años. El río de la muerte sigue llevando muertos hacia el mar. Y la ciudad se está descomponiendo. Algunos creen que mi abuelo fue un héroe. Yo también lo creo. Estoy aprendiendo a remar.
Mi abuelo, pequeño agricultor, había ido de compras a la ciudad cuando tocaba la hora del baño no deseado, limpieza de inmundicias y aseo necesario para poder respirar por sus calles. Nunca hacía caso de los avisos televisados ni radiofónicos: "Por favor, no salgan de sus casas a partir de las 5 de la tarde". Siempre sospechaba que había que hacer lo contrario de lo que proponían los noticias. Él fue uno de los llegó al río prohibido sin pagar billete de ida, con los pantalones roídos por el roce con el suelo, y los condos sangrientos. Sin embargo no sentía dolor. Algunos ciudadanos se quedaban agarrados de las farolas, los bancos, y alguna qué otra rueda de coche, tratando de no caer y perderse en el río del olvido. Incluso otros trataban de ayudar a los que acelerados con el descenso pedían ayuda. Mi abuelo nunca fue de esos. Él descendía en posición de sentado, frenando la fuerza del agua con la suela de las botas de goma, el culo y los codos. No gritaba, tan solo observaba las consecuencias de una lluvia inesperada. Ya no se oían tiros desde las montañas, solo gotas y regueros, gritos y sollozos. Cuando desembocó en el río un cadáver frenó su llegada e hizo de barco para él, ya que mi abuelo nunca aprendió a nadar. Le habían contado, había oído, incluso había visto en fotos..., pero la realidad siempre era más sórdida. Sujeto al cadáver navegaba río abajo junto con otros barqueros de su misma clase social, que se miraban en silencio, hermanándose ante la injusticia de su condición. Y sin embargo todos sabían que poco podían hacer en ese momento, rodeados de cadáveres, desbordados por la corriente opresiva del río, llevados a una velocidad de vértigo, en unas barcas sin frenos, gasolina ni timones. Barcos muertos, agujereados, por los que entraba el agua y eran proclives al hundimiento. Entonces mi abuelo, llevando la contraria hasta la misma corriente, se valió de los huesos de sus brazos, para subirse encima del barco muerto que le llevaba a un lugar desconocido. Cuando lo consiguió trató de agarrar a otro campesino que miraba aterido hacia la muerte, y le empujó con fuerza para que se subiera sobre su muerto. Y así hizo con varios, hasta conseguir un desfile de moda de canoas, con remeros fuertes y apuestos encima. Entonces mi abuelo agarró la mano con fuerza de los dos que tenía a su lado y les pidió que hicieran lo mismo, creando una cadena de remeros, unidos en horizontal, montados sobre sus cadáveres, hasta que los dos de los que estaban en las orillas del río consiguieron asirse a unos troncos de árboles en plena floración. Así, entre todos, crearon una presa, un parapeto, donde desembocaban muertos y vivos y los vivos subían encima de los muertos, caminaban sobre ellos, hasta llegar a las orillas y agarrarse a los árboles que llevaban años mirando el espectáculo en silencio. La lluvia cesaba con gracia. Los muertos hacían su servicio. Los vivos se escapaban de la muerte unidos ante la tragedia, y de ahí, subían calle arriba, de nuevo a la ciudad. Con pancartas hechas con jirones de la ropa de los asesinados por los narcos, protestaban frente al los gobernadores, pidiéndoles solo dos cosas: - construir una ciudad horizontal.
- fundir las balas y las armas para tapiar el río de la muerte y convertirlo en un camino peatonal, para uso y disfrute de todos los ciudadanos. Mi abuelo murió hace cuatro años. El río de la muerte sigue llevando muertos hacia el mar. Y la ciudad se está descomponiendo. Algunos creen que mi abuelo fue un héroe. Yo también lo creo. Estoy aprendiendo a remar.
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