domingo, 20 de junio de 2010

SHODO TO SUMI E

Del camino de la escritura, Shodo, practicando hiragana, katakana y kanjis durante semanas, he empezado a entender el amor por "Los Cuatro tesoros del estudio" que son: el papel -de arroz o de pulpa de bambú-; la barra de tinta -hecha de hollín de materiales como el pino quemado o el negro de humo que una vez mezclado con agua nos da una textura de tinta líquida más o menos espesa (gradación de tonos negros y grises)-; el pincel -de oveja, lobo, tejón o mixtos...-; y el tintero -de piedra dura y porosa donde se fabrica la tinta. Este arte milenario que lleva todo un proceso riguroso para emprezar a imprimir sobre un papel de arroz o pulpa de bambú (generalmente A4) ideogramas o kanas lleva consigo una actitud, un saber estar frente al tiempo, al espacio, al equilibrio, a la meditación. Uno no busca esa actitud, uno poco a poco se va encontrando con ella pues tiene una especie de retroalimentación con la práctica de la escritura en sí. Para llegar a ser maestro de Shodo se necesita tiempo y dedicación, una práctica constante, un acercamiento al arte de la caligrafía que aquí, debido al alfabeto, poco se practica (cada vez menos gracias a los teclados de los ordenadores) y poco se cuida.
Mi bisabuelo español era un maestro que tenía una caligrafía de moda en los inicios del siglo XX, una letra de una legibilidad excelsa, redonda y con ciertas florituras en las terminaciones, algo que heredaron algunos de sus hijos y que éstos, a su vez, trataron de transmitirme cuando ya el estilo de la caligrafía cambiaba al ritmo del crecimiento personal y la tecnología. ¡Cómo hacer una caligrafía magnánima cogiendo apuntes a toda velocidad en la Universidad! No parece muy práctico ni fácil. Sin embargo el Shodo sí te obliga a ese tiempo de reflexión, del detalle, del comprender el ideograma en un determinado espacio, de encontrar un equilibrio y reflexión sobre el mismo en el simple trazo. Cuando uno practica Shodo la mente se ocupa en la ejecución de la pincelada, el fluir de la tinta. El olor de la misma penetra por la nariz y se adhiere al cerebro, como si de una adicción más se tratata, y entonces uno desea casi convertirse en tinta, pincel, dejar deslizar la mano, ponerse de pie (mejor que sentado) y expresar a través de la mano rasgos, formas, movimientos...



Y es así como uno, casi sin buscarlo, llega al Sumi e, pintura a tinta china, donde se celebra expresar el espacio, la profundidad de campo, la armonía en la composición de un dibujo relacionado preferentemente con la naturaleza. Supongo que el Sumi e es un paso más avanzado que la caligrafía pues para lograr un buen dibujo también se necesitan conocer muchas más técnicas a la hora de relacionarse con el pincel y la tinta. A medida que me adentre en el maravilloso mundo del Sumi e (ayer hice varios ejercicios de hojas de bambú) imagino que descubriré una relación más comprometida como para poder hablar con soltura de ello. ¡Hasta ver estas obras realizadas en tinta china es un arte en sí mismo!, relaja la vista y exalta las emociones primarias, esas que nos acercan a nuestra naturaleza más remota y gracias a las que somos los que somos y quienes somos. Si hubiera más arte y menos guerra las relaciones humanas ganarían en empatía, calidad e igualdad. Aunque fue también un chino, Sun Zi, el que tuvo la feliz idea de escribir una obra conocida como El arte de la guerra, por la época imagino que lo hizo con tinta y pincel. Llegados a este punto, poco más puedo decir más que disfrutar de la elegancia del arte te permite olvidar el eterno conflicto del ser, aunque solo sea temporal.

viernes, 18 de junio de 2010

SAYONARA, SARAMAGO

Al día siguiente no murió nadie. Así arranca Las intermitencias de la muerte de José Saramago, Premio Nobel de Literatura, 1998. Hombre lúcido que nos deja hoy para soñar con su amada en el silencio; su amada lengua, su amada idea del mundo, su querida ilusión rota, su amada sabiduría cansada y agotada de tanto despilfarro e ignorancia.
Ahora los títulos de Saramago volverán a ocupar los escaparates de las librerías y su señora Pilar mantendrá vivo su nombre: sería todo un detalle si tan solo pudiera orientar la fundación para la formación de jóvenes escritores...
Conocí a Saramago en Barcelona y de él solo me queda el recuerdo físico de un beso y el anímico de sus textos penetrantes. Cuando todo le llegó de repente con el Nobel, entonces tuvo unos años de locura infernal, viajes, conferencias, portadas de periódicos y revistas culturales, hasta que le llevaron a una isla para acabar mirando al mar, apagándose en una época agónica, sin fuerzas para ver más. Seguir la vida de Saramago desde el 22 es entender la atrocidad del nacimiento y el crecimiento del neoliberalismo, pues él ya veía hacía tiempo el lugar al que nos llevaba el bombazo económico-financiero y todas sus consecuencias. Murió plácidamente, dicen, espero que soñando con todo aquello que verdaderamente quería, la juventud, la justicia, la verdad. Poco a poco los Saramagos se van y nos dejan un camino labrado sin semillas para plantar. Me pregunto si al final decidió hablar con el Otro, o simplemente se tiró al mar, de cabeza, y buceó rejuvenenciendo a medida que llegaba a asir las sonrisas de las sirenas. Me gusta preguntarme cosas sin respuesta, mejor así. La mayoría de las respuestas que me dan son mentira.

Para más información sobre Saramago:

http://issuu.com/acescritores/docs/r100optimizado

Número especial dedicado a Saramago de República de las Letras, la revista literaria de ACE.

sábado, 12 de junio de 2010

MI ABUELO


A las 5 de la tarde caían chuzos sobre el pavimento de la ciudad. Los que no se habían recogido bajo los alerones de los edificios de tres plantas nadaban avenida abajo para desembocar en el río prohibido. Ahí, en estado de descomposición, se exponían los cuerpos asesinados de cientos de campesinos que tenían sus tierras cerca de las plantaciones de los narcos. Parecía un desfile de la moda de los muertos. Los que caían al río como en estado de gracia gritaban de pavor augurando un final inesperado. Dichosa lluvia torrencial, metereología divina que capa voluntades y sueños. Claro que, no se podía esperar otra cosa en el trópico.
Mi abuelo, pequeño agricultor, había ido de compras a la ciudad cuando tocaba la hora del baño no deseado, limpieza de inmundicias y aseo necesario para poder respirar por sus calles. Nunca hacía caso de los avisos televisados ni radiofónicos: "Por favor, no salgan de sus casas a partir de las 5 de la tarde". Siempre sospechaba que había que hacer lo contrario de lo que proponían los noticias. Él fue uno de los llegó al río prohibido sin pagar billete de ida, con los pantalones roídos por el roce con el suelo, y los condos sangrientos. Sin embargo no sentía dolor.
Algunos ciudadanos se quedaban agarrados de las farolas, los bancos, y alguna qué otra rueda de coche, tratando de no caer y perderse en el río del olvido. Incluso otros trataban de ayudar a los que acelerados con el descenso pedían ayuda. Mi abuelo nunca fue de esos. Él descendía en posición de sentado, frenando la fuerza del agua con la suela de las botas de goma, el culo y los codos. No gritaba, tan solo observaba las consecuencias de una lluvia inesperada. Ya no se oían tiros desde las montañas, solo gotas y regueros, gritos y sollozos. Cuando desembocó en el río un cadáver frenó su llegada e hizo de barco para él, ya que mi abuelo nunca aprendió a nadar. Le habían contado, había oído, incluso había visto en fotos..., pero la realidad siempre era más sórdida. Sujeto al cadáver navegaba río abajo junto con otros barqueros de su misma clase social, que se miraban en silencio, hermanándose ante la injusticia de su condición. Y sin embargo todos sabían que poco podían hacer en ese momento, rodeados de cadáveres, desbordados por la corriente opresiva del río, llevados a una velocidad de vértigo, en unas barcas sin frenos, gasolina ni timones. Barcos muertos, agujereados, por los que entraba el agua y eran proclives al hundimiento. Entonces mi abuelo, llevando la contraria hasta la misma corriente, se valió de los huesos de sus brazos, para subirse encima del barco muerto que le llevaba a un lugar desconocido. Cuando lo consiguió trató de agarrar a otro campesino que miraba aterido hacia la muerte, y le empujó con fuerza para que se subiera sobre su muerto. Y así hizo con varios, hasta conseguir un desfile de moda de canoas, con remeros fuertes y apuestos encima. Entonces mi abuelo agarró la mano con fuerza de los dos que tenía a su lado y les pidió que hicieran lo mismo, creando una cadena de remeros, unidos en horizontal, montados sobre sus cadáveres, hasta que los dos de los que estaban en las orillas del río consiguieron asirse a unos troncos de árboles en plena floración. Así, entre todos, crearon una presa, un parapeto, donde desembocaban muertos y vivos y los vivos subían encima de los muertos, caminaban sobre ellos, hasta llegar a las orillas y agarrarse a los árboles que llevaban años mirando el espectáculo en silencio.
La lluvia cesaba con gracia. Los muertos hacían su servicio. Los vivos se escapaban de la muerte unidos ante la tragedia, y de ahí, subían calle arriba, de nuevo a la ciudad. Con pancartas hechas con jirones de la ropa de los asesinados por los narcos, protestaban frente al los gobernadores, pidiéndoles solo dos cosas:
- construir una ciudad horizontal.
- fundir las balas y las armas para tapiar el río de la muerte y convertirlo en un camino peatonal, para uso y disfrute de todos los ciudadanos.
Mi abuelo murió hace cuatro años. El río de la muerte sigue llevando muertos hacia el mar. Y la ciudad se está descomponiendo. Algunos creen que mi abuelo fue un héroe. Yo también lo creo. Estoy aprendiendo a remar.

jueves, 3 de junio de 2010

LA SILLA DE KAZUO OHNO


Cuando fui al estudio de Kazuo Ohno, en Kawasaki, y vi su silla roja, en la que pasó muchas horas sentado, meditando, con flores rojas encima, me dije que si no fuera porque su hijo estaba delante, habría cogido el ramo de rosas, los habría apartado y me habría sentado allí mismo para echar una siesta y viajar a 1960. Me hubiera gustado saber qué pensaba el maestro cuando rodaba las primeras películas. La desnudez de sus movimientos expresionistas, la crítica al mundo de la posguerra japonesa, o quizás solo el arte como forma de expresión, de su única necesidad vital.
Ese mismo día sabía que Kazuo Ohno estaba postrado en su cama, a tan solo 10 metros del estudio, en su casa familiar, en la que llevaba muchos años viviendo. Prácticamente pasado el siglo de vida no hablaba, pero podía sonreir por dentro. Realmente deseaba ir a verle pero no era el momento para molestar al maestro, así que me conformé con su silla, sus rosas, su piano, su foto preferida de La Argetinita, la herencia de su hijo, sus documentales y sus libros.
Y ayer, con 103 años, por fin dejaba la cama en la que tanto tiempo llevaba postrado, menos que en su silla, pero seguro que otro lugar donde le dio tiempo a pensar sobre el baile, la historia, la política y la verdad de su Japón mientras nacía su nieto y crecía en su regazo.
Querido Kazuno Ohno, muchas gracias por todo lo que nos has enseñado y ofrecido. Algún día, cuando podamos reunirnos en el limbo, podrás explicarme por qué tu silla tenía un ramo de rosas rojas encima, mientras tú viajabas a otros tiempos.
Cuando Noriko termine el documental sobre tu arte, en el que lleva más de cinco años trabajando, a lo mejor, entenderé la razón verdadera por la cual desde que vi tu silla no he dejado de soñar con ella. Arigatou gozaimasu.