miércoles, 13 de diciembre de 2006

EL GRITO DE MICHAEL JACKSON

El sol dora y calienta los cuerpos de los adolescentes y los niños sentados al borde de la piscina. Los más jóvenes mecen sus pies en el agua reluciente, que ondea bajo una luz cegadora. Los adolescentes, a lo lejos, ríen acalorados por la temperatura de sus hormonas. El que tiene más acné infectado, Luis, deja correr un hilillo de saliva por la comisura de sus labios carnosos mientras mira de soslayo a Lara. Ella es más delgada que él, pechos desorbitados, misiles en potencia para cualquier joven del lugar. Las hormonas de todos ellos, e incluso ellas, los desean. Quieren poseerlos. Muchos no saben que Lara tiene una deficiencia imposible de ver a primera vista. Luis si lo sabe, pero no le importa. Ni ahora ni las cientos de noches que ha pensado en ella en la cama.

A lo lejos las madres primerizas no quitan ojo a sus retoños en la zona de la piscina que menos cubre. Los retoños las ignoran porque la sensación de gozar con el agua es mil veces superior que cualquier abrazo de mamá. Esos ya los tienen superados después de meses de succionarles la leche. Ahora les priva lo nuevo. Y aunque sus madres se atraganten con cada gesto brusco de ellos, aunque ellas suspiren y rían frente a sus amigas con un ojo, y estén alertas y al acecho con el otro, a los niños no les importa lo más mínimo. Ni son conscientes de ello ni lo serán hasta bien entrados en edad.

En el otro ala de la piscina, que solo abre los meses de verano, los gritos juveniles se mezclan con el Thriller de Michael Jackson. Está de moda. Lo dicen las cadenas de radio. El mulato, que fue negro y luego será blanco, no deja de vender. Número uno en las listas mundiales. Y número uno en el hilo musical que ponen en su loro los guays del pueblo: los heavies; los que fuman porros y utilizan camisetas de AC DC. No lo hacen por que les guste Michael. Obviamente pasan de él. Pero les gustan las chicas que lucen tipo a unos metros de ellos y a ellas parece gustarles el tal Michael. Las jóvenes agitan sus caderas, se les mueven los bikinis, y se les exageran las curvas. Los guays tratan de simular que las ignoran y que se ríen de ellas, pero a casi ninguno les importaría tirar sus camisetas negras sudadas y con motivos heavies a la basura si cualquiera de esas chicas, incluso la más fea, se les pusiera delante y les propusiera “algo”. Ellas son poperas, como casi todas las chicas de su edad, y se saben observadas por los idiotas y pringaos, como así denominan a los heavies. También conocen a los viejos del pueblo que las miran con ojos saltones, aunque no hay muchos en el recinto pues es un reducto copado por jóvenes y madres, también envidiosas del tipazo de las adolescentes.

A las cinco y veinte todo se congela, menos el agua. Se congelan las miradas de Luis y Lara, que media hora antes se daban su primer beso en la boca en los baños públicos de la piscina, desconchados y malolientes. Las madres que acaban de sacar a sus retoños del agua no dan crédito a lo sucedido. En el fondo piensan que se alegran de que no las tocara a ellas, pero el horror es tan grande que solo algunas tienen la capacidad de pensarlo en esos instantes. Se paralizan los movimientos de cualquier órgano como manos, brazos, pies, piernas, cabezas, orejas, lenguas, ojos. A algunos incluso se les paralizan los pulmones, los riñones, el estómago y a muy pocos el corazón. El agua se tiñe de oscuro, incluso el cielo que se refleja en el agua se vuelve denso. Los heavies guays siguen sentados pero sin mover ni un ápice de sus cuerpos de queso. Ni una glándula sudorípara deja salir el sudor de sus cuerpos, ni dentro ni fuera de sus camisetas. Al otro lado de la piscina, los tres únicos viejos que están en el lugar, cerca de la puerta de salida, justo en las escaleras de cemento, se quedan inmóviles y no emiten ni un carraspeo. Suena sin querer y con vergüenza por parte de su propietario el marca pasos del corazón del viejo que está en medio de los otros dos. Y de la tensión un pelo blanco cae al suelo, al mismo ritmo y al mismo tiempo que una hoja de un árbol cae sobre el agua de la piscina. Las adolescentes contraen sus músculos, más todavía, y guardan su pecho, un pecho ahora tembloroso y tímido, falto de expresión sexual porque sus propietarias se han cohibido y agazapado en el pozo de lo terrorífico. Y Michael Jackson, escuchado en esa gran piscina de verano por tercera vez en el día, emite su grito de victoria, yiii jiii, zafio y grotesco en ese momento.

El suelo de la piscina se tiñe de rojo. Pero el cemento viejo que la rodea, el lugar donde todos los seres congelados permanecen, aparenta la serenidad de la ceguera. La pocas plantas, césped y algunos árboles que hay en el lugar se giran para no ver, no les interesa lo que allí sucede, o más bien no va con ellos.

A las cinco y veinte, justo en ese minuto, un guay a duras penas logra apagar el loro después del estúpido grito de Michael Jackson. Y se hace un silencio sobrecogedor en el lugar. Los pechos de Lara flotan en la superficie del agua, solos, sin dueña. Y nadie sabe quién se los ha cortado. Cualquiera podría haberlo hecho.

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