viernes, 5 de enero de 2007

OTRO LIBRO EN BLANCO

Palideció. Sus manos valoraban el peso del libro. Escaso para mantener algo realmente interesante. Lo abrió tembloroso mientras el sol le ensordecía su mirada. Tenía las pupilas dilatadas igual que el alma. No quería encontrarse con un poema. Estaba cansado de los poemas y de los poetas. Malditos seres aburridos. El hastío le recorría las venas, agotado, tratando durante años de encontrar algo que realmente le sedujera. No había forma de libro, portada, textura, calidad y cantidad que en sí mismas le dijeran: esto es tu obra de arte. Por unos motivos u otros la esencia de lo que él denominaba la perfección no existía.

Abrió el libro por su única página. La textura y el grosor de la página no eran normales. Y lo más extraño de todo: dentro no había nada, absolutamente nada escrito. En uno de los lados encontró un pequeño relieve con una flecha negra pintada. Observó la flecha tratando de descifrar el significado. Así estuvo durante unas horas en el parque después de comprar el libro, caminando hacia su casa por las calles desiertas, en su casa vacía. Él había devorado todo cuando poseía de material: las sillas, las mesas, los electrodomésticos, los elementos tecnológicos. Todo menos los libros, maniáticamente ordenados. Paseó por su casa rascándose la cabeza con el nuevo libro en las manos. Lo compró en una librería pequeña. El chico que se lo vendió era tan misterioso como el libro. Pensó que sin que él se diera cuenta, trató de decirle algo con la mirada. Tampoco pudo entenderlo ni antes ni después pues seguía nervioso, de un lado para otro, pensado en qué contendría realmente ese libro. Enfadado lo tiró al suelo. Con el impacto la flecha se presionó y la hoja en blanco se convirtió en un águila.
Ahora el hombre sí que palideció. Tanto que se fundió con las paredes impolutas de su casa vacía. Y mientras observaba camuflado entre la pintura blanca de su espacio a ese ave rapaz se dejó llevar por la belleza más absoluta. Las tapas del libro se convirtieron en las alas que el águila desplegó con firmeza. A cámara lenta. El ave le observó y le ignoró a la misma vez. Desplegó su vuelo flamante y directo alrededor de la casa y finalmente voló con precisión hacia el hombre. Él calló, aturdido, entusiasmado, deleitándose con el maravilloso contenido de ese libro, esa obra más allá del arte, que se le clavó en el corazón. Cuando el vendedor de libros fue a reclamarle la venta de ese libro por una extraña confusión, lo único que encontró en la casa vacía fue una mancha roja en la pared y una pluma. Ni rastro del hombre, ni rastro del águila, ni rastro del libro. El librero cogió la pluma y salió sin miramientos por donde había entrado.

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