Cuando murió Agota Kristof el mundo había perdido el horizonte. La extrema derecha se frotaba las manos, esperanzo agazapada, saboreando el amargo principio de la continuación de la derrota del pueblo. Nunca venció, lo sabemos, ni siquiera en las pocas revoluciones que consiguió conquistar los medios por un tiempo limitado. Cuando murió Agota Kristof algo había muerto dentro de mí, también. Ya no creía en el movimiento líquido de una masa que grita al unísono suponiendo que así será escuchada. Ya no creía en el amor que susurraba que posiblemente las cosas, algún día, serían diferentes. Ya no creía en los demás: ni en la masa, ni en el pueblo, ni mucho menos en las clases medias ni la burguesía intelectual. De ahí para arriba no contemplaba la existencia del mundo divino; eso formaba parte del circo, de la ficción que el hombre crea para asirse a las comunidades de microorganismos que pueblan el cuerpo. De ahí para arriba solo era pesadilla y desgracia: el mal en su máximo esplendor. Cuando murió Agota Kristof yo ya llevaba semanas muerta por eso le di la bienvenida al mundo de los muertos y juntas nos pusimos a charlar sobre su próxima novela.
1 comentario:
Agota era dulce y violenta, lúcida, descarnada y adorable. Una ausencia eterna.
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