sábado, 28 de junio de 2008

YONKILANDIA

Vas despistada, como casi siempre. Entras en una tienda de ropa de moda porque el escaparate muestra prendas verdes. Llevas tiempo buscando algo verde. El verde te recuerda la primavera, el cesped mojado, el color del bambú. Entras. Hoy vas de pija, aunque podrías ir de hippy, de moderna, de guay, de hortera, de clásica, de grunge o de cosplayer. Podrías incluso ir desnuda, con este calor se entendería, aunque si vestida las miradas te desvisten, yendo desnuda solo podrían robarte el alma.
En la tienda eliges ropa verde: camisetas, faldas, vestidos, pantalones. Entras en el vestuario y tiras en el suelo el bolso, el sombrero, las gafas, el ipod, el teléfono... La cortina roja del vestuario no llega hasta abajo. La abres y la cierras varias veces para verte en el espejo que te mira. Mientras un tipo ojea prendas que no son de temporada. Sospechoso ¿verdad? Le observas con tu despiste habitual. Y ves sus ojos huecos, vacíos. No expresan nada. Sabes que sus intenciones no son buenas. O son buenas para él, en su miseria. Pero no para tí. A los segundos te olvidas de él y sigues mirándote en el espejo. Una chica te atiende, es lesbiana y le gustas. Lo sabes porque te ayuda a ponerte unos pantalones y tarda bastante rato en atarte el cinturón. Lo intuyes porque te mira la raja del culo. Luego te dice: estás muy bien, no debes adelgazar, ni engordar, así estás perfecta.
El hombre vacío, entra, sin querer, en tu vestuario. Le taladras con la mirada y con la voz de arpía que te sale cuando algo te huele mal: ahí estoy yo, le dices, y cierras la cortina con brusquedad. Él te pide perdón, aunque casi no le oyes. Entra con varias camisas de manga larga al vestuario. Tú te olvidas de él. Decides lo que quieres, si te convence o no la mercancía, cómo y cuando le vas a dar uso y por qué. Sales del vestuario de pija, tal cual llegabas, con el vestido de flores azules y verdes, tus gafas de Cutler and Gross y tus zapatos de Camper. Llevas el bolso rojo de cuero que el día anterior compraste en una tienda de segunda mano de la calle Pez. Y sales convencida de que la depresión, el malestar, y la injusticia, se olvidan, momentáneamente, comprando, consumiendo, dejándote llevar por poseer, tener aquello que no necesitas para nada pero te hace sentir mejor. Llevas una falda, un bolso y una camiseta verdes al mostrador. La chica lesbiana te sigue. Te gusta ella, pero no te gustan las mujeres. Ella no es guapa, no es alta, ni es delgada. Ella te recuerda a la muñecas con las que jugabas de pequeña. La vas a pagar, incluso vas a comprar algo que no te convence por ella, por sus piropos, pero entonces abres tu bolso y descubres que no tienes la cartera.
Reconstruyes el pasado a retazos. Lo ves claro. El puto yonki te ha robado la cartera. Lo dices en alto, ofendida, aunque el vendedor de la tienda diga que no, que el cliente anterior tenía cara normal. Sabes que trata de proteger el local. Ella sí te da la razón. Les dices que era un hombre vacío, un yonki en horas de trabajo para conseguir plata para su próxima dosis. Sabes que fue él. Lo viste en su mirada. Ya te pasó otras veces, que se agazaparon detrás de las camisas o los pantalones, estaban cerca de tí, y cuando te despistaste un segundo te dieron el palo. Los drogadictos lo hacen a menudo. Esa es su estrategia. Siguen a las pijas, pero tú no te diste cuenta antes de salir de casa que Malasaña y Chueca no son para ir de pija. Lo sabes. No escarmientas. Te enfadas, pataleas, quieres tener una recortada en las manos y meterle cuatro tiros en la sien a ese hijo de puta, un heroinómano alto y vidrioso, plano. Te confías. Te confías de todos y así te va. La dependienta te ayuda a dar de baja tus tarjetas de crédito. La abrazarías con amor, que es lo que te pide sin palabras, pero tienes tal rabia dentro que no puedes. Quieres que al ladrón le pille un coche, o un autobús... Y luego piensas, pobre de él, bastante tiene con su miseria. Poco puedes echar de menos de la cartera: un dni y el tiempo que perderás para hacer otro, unas tarjetas de crédito y el estorbo que te supone pedir otras, una tarjeta de la seguridad social y volver al médico con la denuncia para pedir otra nueva, unos sesenta euros y la ilusión de que te haya tocado la lotería. A tí no, al yonki de mierda que se fundirá la pasta en droga y se pirará al otro barrio más feliz que dios. Eso es lo único que te molesta. En el fondo no es cierto. Te da rabia no haberte protegido, no reconocer en su mirada hueca el juego y la intención, o no poner remedio a lo que tu sexto sentido te decía. Pero no, no quieres pegarle tres tiros. Te da igual. El tío te importa un bledo. Tú te sientes impotente. O tú sabías que no querías comprar esa ropa. Que te daba igual. Que solo querías pasar el tiempo y llamar la atención para que algo te ocurriera. Que en el fondo lo único que puedes pensar de todo lo ocurrido es que la calle es insegura, hay cierta desesperación, y los yonkis son unos rastreros que bien podían pedirte por las buenas la guita. Pero no, robar da más morbo. Cuando sales de la tienda te sientes aliviada. No has comprado nada, te han ayudado a que renueves las tarjetas y el dni, te han robado la ilusión de que te toque una lotería que nunca te toca (qué harías si te tocara, solo pensarlo es un agobio), el bolso te pesa menos y el tiempo te ha dejado de importar como antes. Entonces ¿de qué te quejas?

2 comentarios:

Anónimo dijo...

da gusto tu modo de escribir, nos llevas contigo

Anónimo dijo...

Viva Yonkilandia!!! ;)
Muy bueno.