jueves, 25 de marzo de 2010

SALVOCONDUCTO


Cuando una joven robusta decidió terminar el festival de SxSw de Austin con un bolso robado y hacerse con una cámara de fotos donde podría ver la cara de su víctima, una cámara de vídeo, un pasaporte que me identificaba a mí con una única entrada en Estados Unidos –pues acababa de hacerlo dos semanas antes-, billetes de avión, gafas graduadas, tarjetas de crédito, varios gorros y pequeños objetos de valor sentimental, se sintió plenamente dichosa. Mientras ella utilizaba las tarjetas de crédito a su antojo (se hacía las uñas, compraba comida y echaba gasolina en su moto) yo me quedaba en tierra de nadie y sin papeles. Hasta ese momento no entendía el valor real de un documento identificativo. Había oído de muchos casos de fraude y falsificación de documentos, pero nunca me habían afectado directamente. Sin embargo esta vez, conociendo los hábitos del verdugo, pensaba que su objetivo no era utilizar los documentos, sino fardar delante de sus amigos de sus nuevas cámaras y de sus uñas de colores sobre unos dedos regordetes y grasos, acostumbrados a comer basura. Esos mismos dedos que habían agarrado un bolso que no le pertenecía.
Pues bien, gracias a ese venturoso gesto, yo no podía entrar en los bares puesto que la ley americana obliga a identificarse (aunque un chico me dijo que a él nunca se lo pedían puesto que era obvio que parecía mayor de 21), no podía salir del país y no podía hacer prácticamente nada excepto pagar con una tarjeta de crédito, en caso de haberla tenido (en América no tienes que identificarte para pagar). Ambos cosas me traían de cabeza: ¿Cómo es posible que la ley te obligue a identificarte para entrar en un local y no te obligue a identificarte para pagar?
Hacía meses había tenido esta discusión con un amigo: A él le ofendía sobremanera que le pidieran identificarse para pagar (no lo hacen en casi ningún lugar de Europa, excepto España –me consta). A mí, que me era indiferente, ahora más que nunca me resultaba desagradable. Si eres quien dices ser ¿por qué ha de enojarte el que te pidan una identificación?
Pues bien, mientras la gordita de uñas pintadas se paseaba por Austin tirando de tarjeta sin necesidad de identificarse yo tuve que mover los cimientos de mi realidad y de mis creencias. Para empezar descubrí que hay gente que no conoce la empatía (¿qué harías tú si te encontraras un bolso con un pasaporte y unos billetes de avión que sale dos horas más tarde?) y muchas otras personas en el mundo dignas de un valor humano excepcional, todas aquellas que me ayudaron a salir de Estados Unidos: Ernesto, Lisa, Dave, César, Jeff, Sira… Y momentos y situaciones que te obligan a entender el karma y la aventura. Gracias a ellos pude viajar de Austin a Houston (¡tenemos un problema! ¡y vamos a resolverlo!) para conseguir un salvoconducto, algo que para mí solo existía en Casablanca, un simple papel por el que uno podía llegar a matar en tiempos de guerra o posguerra. Me llevó dos días hacerme con el salvoconducto, varias llamadas, unas cuantas horas de coche y un poco de estrés. Y cuando llegué al Consulado español y me hicieron el salvoconducto en 10 minutos pensé que tampoco era para tanto. Una vez en mi poder sabía que solo tenía una opción en la vida a corto plazo: volver a España. No era una mala opción, teniendo en cuenta que desde ahí podría conseguir ser persona de nuevo, tener documentos que me identificaran, y así poder volver a Estados Unidos, a Austin, en busca de mi verdugo. Y ahora que por fin estoy en proceso de tener los documentos que me identifiquen, espero no tardar mucho en hacerlo, porque si lo hago demasiado tarde, lo mismo la ladrona ha perdido las manos en un accidente y no puedo identificarla por las uñas. Espero tener suerte. Así me enteraré de qué hacen las autoridades americanas cuando un ciudadano americano comete delito de robo y un ciudadano con papeles puede denunciarle.

lunes, 1 de marzo de 2010

PODREDUMBRE




Me pregunto si el cuerpo tiende a la resistencia. Si el esqueleto es lo suficientemente fuerte como para mantenerse en pie. Si los músculos que generan las sonrisas serán siempre igual de elásticos. Si las contracturas, los contrahechos y los dolientes tienen cabida en el mercado. Si sirven para algún menester a este gran imperio del dinero y la estética. O si más bien sirven para esconderlos donde nadie los vea, puesto que no son útiles ni atractivos, y todo aquello que no es útil ni agradable de ver tiende a ser escondido en un cajón, hasta que en el momento de limpieza uno decide, por fin, tirarlo. Si como auguran ya a finales del siglo XIX, nos hubiéramos convertido en robots, probablemente no pasaría absolutamente nada, pues como máquinas se nos supondría sin sentimientos. Pero el hombre, que trata de hacer todo a su imagen, semejanza, disposición y medida, les ha puesto sentimientos a los robots, a los personajes de las películas de animación, a su propio ordenador... Así que hoy en día es más fácil que uno llore y sufra por la muerte de su mascota, un perro robot que solo sabe ladrar con pilas, que por ver unas imágenes de fotos sobre lisiados de guerra. Total, para qué sirven sin no están completos. Eso es lo que se diría un niño que no comprende. Y eso es lo que se dicen ahora los adultos, constamente, que no quieren ni plantearse el entendimiento. Claro, siempre hay excepciones.
Pero me pregunto todo esto porque hace años era un cuerpo atlético, lleno de energía y capacidad, y ahora me siento más bien una lisiada de guerra, una mutilada del sistema, destrozada por el propio trabajo en que siempre creí... Hablaba hace poco con una amiga y le decía ¿te acuerdas, cuando éramos más pequeñas y alguien decía que no podía trabajar? Creía que eran personas vagas, que no querían trabajar y su actitud me parecía cómoda. Y sin embargo, cuando tú creces con el cuerpo, o el cuerpo crece contigo, aún siendo un todo conjunto, tú y el cuerpo, empiezas a sentir esa decadencia de los órganos, esa decadencia que te ayuda a entender la decadencia de todo lo que te rodea: la decadencia de la amistad, la decadencia de la familia, la decadencia de la educación, la propia decadencia de las ideas. Si no fuera por internet como nuevo invento globalizador del sistema ¿qué nos quedaría para expandir negocios, para seguir vendiendo, para seguir exhibiéndonos? Pues no lo se, pero por lo menos, uno aquí puede esconder sus miserias, uno puede fingir que tiene un cuerpo atlético y no uno decadente y recosido; uno puedo hablar de cosas en las que cree y que otros le lean, sin cesuras, y uno puede buscarse la habichuelas para mantenerse a flote sin que le vean que tiene media cara quemada.
Me pregunto hasta donde llegará este cuerpo cibernético, y si dentro de poco, aquellos a los que se les pudren los músculos, los huesos y los órganos, podrán compartir sus pensamientos, o lo poco que les quede, tan solo con la fuerza de su cerebro y sus ideas. Porque en definitiva, si las pantallas ya son táctiles y no necesitamos teclado, pronto serán pantallas telepatiles. Con todos los miedos que la decadencia nos regala, por lo menos, uno se agarra a la esperanza. Uno siempre espera: la nueva vacuna, el nuevo remedio contra el cáncer, un nuevo genio que transplante médula, y una nueva forma de seguir vivo, aunque el cuerpo se pudra, el hombre no puede permitirse el lujo de desaparecer con la decadencia ¿no ha sobrevivido a demasiadas luchas ya? Aún en nuestra podredumbre, creemos. Y hasta eso, lo mantenemos con orgullo.